Ellos vienen corriendo… desde el medio del boulevard de la vieja calle Mitre, lugar arbolado de lapachos y chivatos que hacen un techo de sombras, en la linda Posadas.
Ellos completan el paisaje, corriendo descalzos, con sus ojos achinados, el pelo duro de la auténtica raza, y la sonrisa inocente que compra y vende de pequeños inocentes.
Ellos son dueños del cariño y muchas veces de la incomprensión de los que naturalizamos esta escena y sus personajes.
Como les decía, vienen corriendo, y su inocencia se desnuda ante nosotros, y en cada mano cuelgan unas bolsas de un verde contenido que nosotros desde chicos conocemos como limones mandarina (ricos para el tereré y la caipiriña).
Y allí nomás inician la oferta a los gritos que ofrecen y casi suplican la compra:
– ¡¡SEÑOR!! ¿¿NO QUIERE COMPRAR LIMONCITOS??
Somos muchos los que compramos, o le deferimos un gesto respetuoso de:
No, gracias mijo.
Pero también son muchos los que ni bajan las ventanillas de sus autos más y menos lujosos.

Hace unas semanas después de ese momento, cuando arranqué mi andar, apagué un rato la charlatana radio del auto. Y mi mente voló por un rato tratando de imaginar y descubrir el lugar donde se deben encontrar los árboles de limones que proveen tanta orfandad.
Imaginé un lugar con mucho sol, donde solo se puede acceder desde la inocencia y la necesidad de sobrevivir. Esos árboles limoneros cayéndose hasta el suelo de frutas. Con todos los mitaí (niños) de Posadas juntando entusiasmados el fruto verde. Porque ellos también, como derecho deben comer y beber algo todos los días. Y si alcanza pueden tomar un heladito como cualquiera de nuestros hijos.
En esa imaginación los veía riendo, jugando y gritando felices en ese lugar brillante. También pude imaginar que tres meses al año, en ese paraíso, confluye la naturaleza generosa que alimenta, con los duendes protectores. Ellos aprovechan las noches calurosas de la tierra colorada, haciendo hacer crecer limones en forma infinita, al menos en el tiempo estival que no tienen que ir a la escuela.
Y creo que Dios, vela el sueño inocente de esos gurises, acaricia su pelo duro, protege sus pies descalzos, y antes de salir de sus casas todos los días, les dibuja en sus rostros, la mejor sonrisa, en esa dura adversidad de la pobreza que los cría y los malcría en la calle caliente y dura.
Por eso, cuando un niño se acerque a tu auto corriendo a ofrecerte «limones», o lo que sea en un semáforo, en él, hay un Ser que busca una oportunidad.
Que la indiferencia no sea tu respuesta. Con decir «no, gracias mijo» a ese pequeñito, será más que suficiente para que él encuentre una mínima respuesta a un mundo que le debe muchas. Y una alegría para tu corazón.
Ignacio Araujo
Posadas, Misiones. Enero 2021.