«Así cuando güelvo
a nadar en el río,
el Rengo parece que juera
con la pata güena
haciendo remolinos»
José Carbajal – El Rengo Zamora
Todos nosotros nos formamos en el Río Uruguay. Todos. El Priyo, Porollo, Mangañura, Boquita, el Chino; Patinho… o sea todos. En la costa aprendimos casi todo lo importante para manejarse en la vida. Aprendimos a hacer fuego con los palitos de la resaca; a limpiar un ojo de agua para no tener que beber barro; a identificar los pozos, que no están siempre en el mismo lugar; a salir de los remansos; a atravesar la corriente de los arroyos que devuelven torrentes; a tender la mano a quien la está necesitando para devolverlo a la orilla; a calentar una pava hasta debajo de la lluvia. Aprendimos que los cabeza amarga no sirven para la fritanga; que hay que tener paciencia y astucia para pescar la boga y que el mochuelo es un pescadito de porquería, pero te entusiasma cuando vas sacando la línea porque parece pesado.
Leí los versos de Morotí y confirmé que todo el mundo y gran parte de la vida pasaba por el río. Y es así. Cada verano, más de medio pueblo cruzaba la siesta para llegar a la costa. Cuando hacía frío, capaz que no se nadaba, pero se pescaba o se pasaba horas mirando el agua desfilar.
Con el Juanca nos rateábamos del secundario y nos mandábamos al río. Pasábamos la mañana nadando mientras nuestros compañeros estudiaban sobre fiordos y tundras. A las 12 remontábamos la cuesta del aserradero con la carpeta bajo el brazo, la corbata ajustada y el pelo mojado.
Una vez, con Leo llevamos a un tío abuelo a nadar. Después de 50 años, el viejo volvió a enfrentar marejadas. No sabés lo que fue esa experiencia, rejuveneció en un clic, recuperó el crawl de sus años mozos y volvió a nadar como cuando tuvo que escapar de la represión en el 33.
La Gaviota se llamaba la mejor canoa que conocí, la había construido el Chita y solía prestarme cuando volvía de recorrer sus espineles. Una tarde -éramos gurisitos de 11 o 12 años-, remamos con Lilian hasta la costa brasilera y pusimos pie sobre la tierra y los montes que siempre nos habían parecido tan lejanos. Y era la misma tierra roja, nada más que al otro lado del río.
De compartir con los Alves, Orunga o Juan Peixe, aprendimos sobre los rigores del oficio de pescador y entendimos aquello de Sampayo: «una cosa es ver de lejos y la otra es vivir aquí». Conocí gente sabia que no tenía diploma.
Vuelvo al río para despuntar el vicio de la remojada y un par de brazadas. Pero también vuelvo a encontrar a aquél que fui; el gurí al que la Sussy llevaba de la mano a zambullirse en Las Piedras y al que Lucio enseñó a manejar el primer canizo. A recuperar el asombro ante el misterio de lo que podía haber detrás de la curva de donde el río venía. A reencontrarme con las historias familiares de abuelos y tíos isleros, navegantes y jangaderos.
Y sobre todo, vuelvo a juntarme con todas las amistades y afectos que forjamos en esa costa de sarandíes, ingás y timbúes. No vi a ninguno,pero me reencontré con todos. Aunque Cursinho ya no esté para revolver aquellos eternos guisos troperos en el antiguo Club de Pesca. Aunque no vuelva a cruzarme con la charla alargada de Eduardo en sus caminatas de los atardeceres.
Ya sé que soy un desatento. Pasé por mi pueblo y una vez más dejé esperando a Roberto y Mabel; al Miguel Ángel, Carloncho y Estela; a Carlitos y Cris; a Tintin; a Luis; a Betty. Pero ellos saben que el río vuelve. Y yo también.