Esta foto dispara la cabeza. Observandola, camino el tiempo con ese olor a hierbas mojadas que se mezclan con el olor a gasoil, aceite quemado y de grasas de los ejes de los trenes… algunos le llaman olor a estación.
Recorro ese tiempo de aquellos que corrieron el andén hace mucho, cargados de cajas, bolsos y valijas improvisadas, escuchando el pitido fuerte del tren en el Puente Negro que venía amenazante a llevarse su infancia y juventud a un lugar lejano. Buenos Aires estaba más lejos. Un lugar imaginario de luces que prometía trabajo, prosperidad, mejor pilcha, ilusiones, nuevos amores. En donde con el tiempo hasta la forma de hablar iban a cambiar. Todo transcurría con los que viajaban, con los que vinieron de las chacras a despedir, con los que vendían el jugo, las empanadas y las naranjas en bolsitas. Y algún empleado del Ferrocarril conocido de la familia que de cruce sin detenerse casi tímidamente y respetando el duelo de la despedida preguntaba:
– ¿Quién es el que viaja?
Clima enrarecido de esas noches, donde se mezclaban las sensaciones del ¡que te vaya bien! con el ¿Por qué se tendrá que ir tan lejos?
¡La ansiedad sin medidas de que llegue el tren, parecía como un pedido de que termine ese momento lo antes posible, con el de que venga ya! Porque acá alguien que tiene que ir a cumplir sus sueños. Así que casi aplaudían cuando se escuchaba el pitido de la bocina en el viejo Puente Negro. Allá en el bajo.
Y así llegaba el tren pasando a gran velocidad hasta que se detenía y el griterío de los vendedores ofreciendo sus mercancías, con el de la gente que corría, generaban una montonera de confusión.
Ellos buscaban el vagón que los llevaría a la Capital, y allí iban embarcados sus sueños y sus esperanzas. En ese andén quedaban las lágrimas que se mezclaban contradictorias en el dolor y el mejor deseo en un abrazo fuerte e infinito de segundos, dicho al oído casi como un deseo implorado:
– ¡Que te vaya bien hijo querido! ¡Que te vaya bien hija querida! ¡Cuidate!
La campana de la Estación y el silbato del guarda era la última estocada al momento de la emoción, ya nadie podía bajarse del tren, y los que estaban abajo se trepaban casi a la corrida quedándose en la puerta del vagón, cual actor cinematográfico agitando las manos como en cámara lenta, y tirando algún beso con una sonrisa que pretendía disimular el momento.
Era muy curioso ver cómo el ritual se completaba solo cuando el tren desaparecía en la inmensidad de la noche. Nadie se movía del lugar, y muy de a poco se iban retirando a sus hogares, un poco más relajados de como cuando habían llegado. Ese momento había terminado.
Y así pasaban los meses… y a veces los años hasta que…
La vuelta del ser querido se daba en forma inversa, ya que todo había empezado unos días antes en la casa preparando la habitación para la visita que se venía, agregando colchones y sillas en la vieja casa que se pintaba y se arreglaba. El clima caluroso del verano indicaba la proximidad de la llegada de la navidad y el año nuevo. El tren tenía como hora de llegada las siete de la mañana. Pero siempre las maniobras en Monte Caseros lo atrasaban uno o dos horas. Y todo llenaba más de ansiedad el momento del reencuentro. La señora llegó temprano, pasó por enfrente de la Virgen de Luján, se persignó, rezó un Ave María, y agradeció que todo iba pasando de acuerdo al destino y la fe. Otros que ya estaban ahí la imitaron.
Hasta que la bocina del tren sonó en el Paso a nivel del Mejoral, y la trompa de la máquina asomaba simbolizando la vuelta a la felicidad, aunque sea por unos días. En el venía todo lo que los desvelaba, lo que los entusiasmaba. Ahí estaban viniendo los hijos, los nuevos novios, esposos, y los nietos a conocer. Ahí venía la nueva vida que se contaron todo el año por cartas y algunas llamadas de teléfono prestado.
Estaba llegando el Gran Capitán con todo lo que nos llenaba el corazón.
Y estábamos de nuevo en el andén, de nuevo agitados y jadeantes como aquella noche que veníamos de arrastro con las valijas y bolsos improvisados llenos de sueños. Tapando las lágrimas de la cruel despedida, con las lágrimas del reencuentro feliz, en el andén con el cartel grande que sobrevive a los tiempos, que dice SANTO TOMÉ apoyado sobre dos rieles, impregnando el momento, con olor a Estación.
Ese cartel de lata, rieles gastados y cachuso que te envolvía el alma de PUEBLERO cuando llegabas bien temprano. El mismo que te quedaba mirando cuando te ibas en la noche infinita hacia el Mejoral, y más allá.
¡FELIZ CUMPLEAÑOS SANTO TOMÉ QUERIDO DEL ALMA!
Firma:Ignacio Araujo. Un Guri del Barrio Estación